La carretera está muerta. Nadie ni
nada la resucitará. Larga, infinitamente larga, ni en la piel gris se le ve
vida. El sol la mató; el sol de acero, de tan candente al rojo, un rojo que
se hizo blanco. Tornose luego transparente el acero blanco, y sigue ahí,
sobre el lomo de la carretera.
Debe hacer muchos siglos de su
muerte. La desenterraron hombres con picos y palas. Cantaban y picaban;
algunos había, sin embargo, que ni cantaban ni picaban. Fue muy largo todo
aquello. Se veía que venían de lejos: sudaban, hedían. De tarde el acero
blanco se volvía rojo; entonces en los ojos de los hombres que
desenterraban la carretera se agitaba una hoguera pequeñita, detrás de las
pupilas.
La muerta atravesaba sabanas y lomas
y los vientos traían polvo sobre ella. Después aquel polvo murió también y
se posó en la piel gris.
A los lados hay arbustos espinosos.
Muchas veces la vista se enferma de tanta amplitud. Pero las planicies
están peladas. Pajonales, a distancia. Tal vez aves rapaces coronen cactos.
Y los cactos están allá, más lejos, embutidos en el acero blanco.
También hay bohíos, casi todos bajos
y hechos con barro. Algunos están pintados de blanco y no se ven bajo el
sol. Sólo se destaca el techo grueso, seco, ansioso de quemarse día a día.
Las cañas dieron esas techumbres por las que nunca rueda agua.
La carretera muerta, totalmente
muerta, está ahí, desenterrada, gris. La mujer se veía, primero, como un
punto negro, después, como una piedra que hubieran dejado sobre la momia
larga. Estaba allí tirada sin que la brisa le moviera los harapos. No la
quemaba el sol; tan sólo sentía dolor por los gritos del niño. El niño era
de bronce, pequeñín, con los ojos llenos de luz, y se agarraba a la madre
tratando de tirar de ella con sus manecitas. Pronto iba la carretera a
quemar el cuerpo, las rodillas por lo menos, de aquella criatura desnuda y
gritona.
La casa estaba allí cerca, pero no
podía verse.
A medida que se avanzaba crecía
aquello que parecía una piedra tirada en medio de la gran carretera muerta.
Crecía, y Quico se dijo: "Un becerro, sin duda, estropeado por un
auto".
Tendió la vista: la planicie, la
sabana. Una colina lejana, con pajonales, como si fuera esa colina sólo un
montoncito de arena apilada por los vientos. El cauce de un río; las fauces
secas de la tierra que tuvo agua mil años antes de hoy. Se resquebrajaba la
planicie dorada bajo el pesado acero transparente. Y los cactos, los cactos
coronados de aves rapaces.
Más cerca ya, Quico vio que era
persona. Oyó distintamente los gritos del niño.
El marido le había pegado. Por la
única habitación del bohío, caliente como horno, la persiguió, tirándole de
los cabellos y machacándole la cabeza a puñetazos.
-¡Hija de mala madre! ¡Hija de mala
madre! ¡Te voy a matar como a una perra, desvergonsá!
-Pero si nadie pasó, Chepe: nadie
pasó -quería ella explicar.
-¿Que no? ¡Ahora verás!
Y volvía a golpearla.
El niño se agarraba a las piernas de
su papá, no sabía hablar aún y pretendía evitarlo. Él veía la mujer
sangrando por la nariz. La sangre no le daba miedo, no, solamente deseos de
llorar, de gritar mucho. De seguro mamá moriría si seguía sangrando.
Todo fue porque la mujer no vendió la
leche de cabra, como él se lo mandara; al volver de las lomas, cuatro días
después, no halló el dinero. Ella contó que se había cortado la leche; la
verdad es que la bebió el niño. Prefirió no tener unas monedas a que la
criatura sufriera hambre tanto tiempo.
Le dijo después que se marchara con
su hijo:
-¡Te mataré si vuelves a esta casa!
La mujer estaba tirada en el piso de
tierra; sangraba mucho y nada oía. Chepe, frenético, la arrastró hasta la
carretera. Y se quedó allí, como muerta, sobre el lomo de la gran momia.
Quico tenía agua para dos días más de
camino, pero la gastó en rociar la frente de la mujer. La llevó hasta el
bohío, dándole el brazo, y pensó en romper su camisa listada para limpiarla
de sangre. Chepe entró por el patio.
-¡Te dije que no quería verte má
aquí, condená!
Parece que no había visto al extraño.
Aquel acero blanco, transparente, le había vuelto fiera, de seguro. El pelo
era estopa y las córneas estaban rojas.
Quico le llamó la atención; pero él,
medio loco, amenazó de nuevo a su víctima. Iba a pegarle ya. Entonces fue
cuando se entabló la lucha entre los dos hombres.
El niño pequeñín comenzó a gritar
otra vez; ahora se envolvía en la falda de su mamá.
La lucha era como una canción
silenciosa. No decían palabra. Sólo se oían los gritos del muchacho y las
pisadas violentas.
La mujer vio cómo Quico ahogaba a
Chepe: tenía los dedos engarfiados en el pescuezo de su marido. Éste
comenzó por cerrar los ojos; abría la boca y le subía la sangre al rostro.
Ella no supo qué sucedió, pero cerca,
junto a la puerta, estaba la piedra; una piedra como lava, rugosa, casi
negra, pesada. Sintió que le nacía una fuerza brutal. La alzó. Sonó seco el
golpe. Quico soltó el pescuezo del otro, luego dobló las rodillas, después
abrió los brazos con amplitud y cayó de espaldas, sin quejarse, sin hacer
un esfuerzo.
La tierra del piso absorbía aquella
sangre tan roja, tan abundante. Chepe veía la luz brillar en ella.
La mujer tenía las manos crispadas
sobre la cara, todo el pelo suelto y los ojos pugnando por saltar. Corrió.
Sentía flojedad en las coyunturas. Quería ver si alguien venía. Pero sobre
la gran carretera muerta, totalmente muerta, sólo estaba el sol que la mató.
Allá, al final de la planicie, la colina de arenas que amontonaron los
vientos. Y cactos embutidos en el acero.
FIN
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